abril 30, 2010

“Yugos, campos y bibliotecas”

Reflexiones desde la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca, Perú.

Este es el título de la conferencia que nuestro compañero Alfredo Mires Ortiz, Asesor Ejecutivo de nuestra Red de Bibliotecas Rurales dio en el marco del Congreso “Bibliotecas rurales: campos para el desarrollo”, llevado a cabo en Medellín, Colombia.

Presentamos algunos breves textos relacionados con esta conferencia:

El diccionario que rige la lengua en la que nos expresamos la mayoría de los pueblos latinoamericanos, nos explica que decir “Hacer el indio” es una “Expresión coloquial de divertirse o divertir a los demás haciendo algo desacertado y perjudicial para quien lo hace”.

Uno busca el término rural y nos dice que pertenece o es “relativo a la vida del campo y a sus labores”, adjetivo cuya segunda acepción es “Inculto, tosco, grosero”. Que de ahí viene «rústicamente»: “Con tosquedad y sin cultura”, “Perteneciente o relativo al campo. Tosco. Grosero. Hombre del campo”. Y tosco es “Inculto, sin doctrina ni enseñanza”. Grosero es “Basto, ordinario y sin arte. Descortés, que no observa decoro ni urbanidad”.

El mismo diccionario también nos pone en vereda indicando que la palabra Campesino significa: “Silvestre, espontáneo, inculto”; que el diminutivo Salvajino, de la palabra Salvaje, es “un animal que no es doméstico. Dicho de una persona: Natural de un país sin cultura”.

Este desprecio formalizado, esta negación primaria, el no pertenecernos aceptado como normal y sustentado en nuestra educación más elemental, no viene de la nada. La forma cómo ocurre la imposición colonial sobre la vida de nuestros pueblos tiene larga data…

Es desde esta óptica que el libro y la palabra escrita ingresan a la historia de nuestros pueblos.

Como hemos señalado en más de una ocasión, el libro ingresó a nuestra historia como un estigma, como el advenimiento del infortunio, como una condena imposible de ser conjurada por los herederos de nuestras comunidades. El libro se instauró en el mundo andino con alardes de poder irrebatible e investido de prepotencia. Las formas de comunicación oral y natural en los Andes se hallaron de bruces con el libro como una estatuilla del conocimiento ajeno y como un heraldo de la extirpación y la hegemonía.

Luego, la palabra escrita pasó a consolidarse como sinónimo de despojo legalizado, como falsía documentada y como certificación de la ignominia. Y estas son entonces –ahora– razones de sobra para reencaminar la colonización de las almas hacia legítimos procesos que impliquen reconocer y apreciar el rostro propio.

En ese sentido, es imperativo preguntarnos el rol que pueden cumplir las bibliotecas en el campo, si como notarías de la desmemoria y el desafuero o como fuentes de saberes que interpelan, reconstruyen y prometen.

Porque lo rural no es un concepto gaseoso, aunque su nominación globalizante implica el riesgo de desplumar de sus particularidades a cada una de las poblaciones.

Cuando hablamos de lo rural nos referimos a comunidades de parentesco, territorio y concepción. Hablamos de una mayoría con valores distintos, con una continuidad histórica ligada a la supervivencia, con núcleos éticos diferentes y con sueños y proyectos comunes enaltecidos por la persistencia.

Cuando hablamos de lo rural estamos refiriéndonos a comunidades humanas y naturales con una experiencia concreta, sedimentada en lo vivo y lo vivificante, erosionadas pero redescubriéndose, prestas para aprender y desaprender, para asimilar lo genuino y criar lo que nutre y emancipa.


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