julio 17, 2010

Reandando Cajamarca

Reandar tierras cajachas y bambachas fue un placer. Volver a ver las montañas despiertas, vivas, cimbreadoras de eucalos rojiplata; peinadoras de sembrados techados por cielos azules. Fue una delicia.
Pude ver todo esto desde arriba, desde el Apu Qayaqpuma. Abrazar a la montaña sagrada desde dentro gracias al hermano Alfredo, me permitió renacer en el tiempo. Tanta belleza en el silencio cruzado por quindes, me unió al universo. No quería bajar, los líquenes y las salvias, me atrapaban en al andar.
Pero el tiempo moderno fija horas, ese tiempo que nos desborda poco a poco en el ir y venir de la aldea global. Así que había que irse, había que bajar, dejar atrás la palabra de los antepasados, así no más.
Y luego llegar a Cajamarca centro, donde luego-luego, me comenzaba a marear. Muchos carros, muchas combies, cuánto ruido. Era como si de pronto todos quisieran llegar más rápido a algún lugar.
Más antes había tiempo. Se caminaba, se andaba, se recorría pacientemente, abriendo el pecho a la naturaleza; los trechos que ahora se vuelan sin pensar ni observar.
Así llegué en tres horas en combie a Bambamarca, ese otro lugar que hace veintitantos años, recorrí y aprendí a amar.
Novedad era para mí, llegar en tiempo avión a esta pequeña ciudad, en la que antaño se necesitaban horas eternas de bus, que por poco las podías caminar.
Todo se ha “acercado”, me dijeron los amigos abrazándome, mientras mis sentidos abiertos captaban la esencia del mercado dominguero al que acababa de llegar.
Lo primero que olí fue el mar de sombreros. La paja fresca o sudorosa emitiendo un olor cálido al pasar. Lo primero que vi, fueron los coloridos de las lanas sintéticas chintas, en las chompas de las chinas, debajo del pañón. Lo primero que sentí, fue ese apretar de seres que te rodean toda mientras caminas o casi levitas por las calles, apretadita, sin miedo a robo o mala intención. Lo primero que degusté fue una lima, amarillita, amarillando sentada en un cajón. Lo primero que escuché fue, sooooo, bestiaaaaa, mezclado con el pitar de un taxi cholo que arremetía mientras cruzaba el lugar.
Luego, horas después, silencio y un mar de basura en las calles. La alegría no estaba más.
Tampoco estaban las casas de adobe, esas de tierra, del suelo al cielo que antes llegaba a visitar. El cemento había ido comiendo los cielos con edificios que cambiaban el rostro de la ciudad.
Hay plata me dijeron los amigos, la hay. Ahora comprar en Bambamarca es caro, por eso todos venden sus casitas y luego se van.
Debajo de la tierra hay oro y plata que las mineras comienzan a explotar, a cambio llevan el “progreso”, o eso que así lo quieren llamar. Porque pobreza sigue habiendo, de las de antes, de las de cualquier lugar. Veinte años han pasado y seguro que los niños aún se llevan a enterrar, no porque sean angelitos, sino porque no había con qué alimentar.
Pero el cielo es azul y los cerros verdes. La gente lucha y lucha demás.
Eternamente, infinitamente, por un lugar en el mundo donde puedan vivir con dignidad.

Mónica Salas

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